domingo, 20 de noviembre de 2011

El bufón de la corte

El jocoso arlequín bailaba entre las mesas del comedor. Sus cadenciosos movimientos embelesaban a toda la corte, incluida la princesa Rosa. A primera vista el joven bufón podía parecer enjuto, pero las apariencias engañan. Grandes hazañas, a las que sus majestades eran ajenas, precedían al timorato mozo que en ese momento danzaba, no obstante no vienen al caso. Mientras se movía cual serpiente hechizada, lanzaba miradas lascivas a la primogénita del rey quien, lejos de desagradarle esta peyorativa acción, seguía el juego al muchacho devolviéndole miradas igual de voluptuosas.
La princesa, por todos deseada, era la joya de su majestad, algunos incluso se atrevían a afirmar que estaba enamorado de ella. El rey pecaba de orgullo y afirmaba que su niñita no se podía prendar de un hombre cualquiera pues su dote superaba el capital de todos los súbditos juntos. Sin embargo, su excelencia era también ingenua y no se percataba de que su hija se estaba enamoricando de su fiel sirviente. La cena llegó a su fin y cada uno se dirigió a sus dependencias, todos menos el vivaracho bailarín.
Tan pronto como le fue posible, se escabullo de entre los sirvientes y raudo como el rayo se deslizó hasta la habitación de la muchacha. Allí estaba ella, su tez blanca como la nieve desbordaba hermosura y sus cabellos rojizos casi como el fuego descendían en bucles hasta su cadera, que en sí también era perfecta. Su silueta, foco de toda la luz de la habitación, no tenía parangón. Llevaba un camisón de seda translúcido veleidoso en su movimiento por la brisa. Tras ver al arlequín aún con sus estrafalarios ropajes, disimuló una tímida sonrisa. Pese a presentarse como lo hizo el joven ella permaneció impertérrita. Con una voz dulce y calmada le dijo al bufón: "Ladino caballero, cómo es que usted ha entrado en mis aposentos burlando a mis guardas y conquistando no otra cosa sino mi corazón". Éste no contestó de inmediato, se acercó a ella y dijo: "Mi señora, prosaico de mi me presento a su merced, aunque sea en detrimento propio si su padre se percata de mi presencia en vuestra cámara. Tengo un desazón guardado dentro de mí y he de liberarlo". La princesa contesto con celeridad: "Dígame como puedo calmar su pesar, y si en mi mano está socorrer vuestros delirios puedes estar seguro de que lo haré".
El mancebo se aproximó aún más a la doncella y compartieron un límpido ósculo que desencadenó una demostración de alharaca que les llevó a lecho de la princesa. El cuerpo del joven era el auspicio de la heredera y bajo el amparo del dosel se almohazaron mutuamente hasta el amanecer. Cuando el Sol asomó por el ventanal la pareja ya no descansaba entre las sabanas. Se habían fugado por éste. El rey puso precio a aquel que le había hurtado a su preciado diamante pese a no saber quien había sido. Poco tardó en atar cabos y denunció al arlequín condenándolo a la horca. Empero, los jóvenes amantes estaban lejos del reino en un lugar donde nada les podía afectar, un lugar ubérrimo e idílico donde vivieron el resto de sus vidas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Nieve

Nevaba, el invierno había llegado. De repente un copo estrellado rozó su mejilla. Éste, al ser atravesado por un haz de luz, había brillado con un resplandor azulado antes de tocar su carrillo. Una vez en su rostro, se fundió en una gota de agua que lentamente fue descendiendo hasta la barbilla. Una vez allí, la gota se precipitó hasta el vacío de un precipicio enorme tan alto como el humano propietario de aquel rostro. Éste no era otro que una niña de extrema belleza. Cabellos negros como el azabache colgaban a ambos lados de su cara. Ésta poseía los ojos castaños de una profundidad casi fantasmagórica que le hacían propietaria de una misteriosa y mística esencia y que otorgaban una serenidad de espíritu a todo aquel que los observaba. Sus labios se encontraban en una perfecta comisura ni muy recta ni muy doblada.
El invierno había llegado y la nieve caía. Y a su vez ella caminaba. El frío elemento continuaba descendiendo en su albura. Cansada de andar, se paró para contemplar la bella escena: Un bosquecillo repleto de castaños, ahora sin hojas, y helechos, musgo y hojarasca sepultados bajo un manto blanco refulgente. La nevada languideció hasta transformarse en cellisca. Decidió sentarse bajo el amparo de una secuoya perdida de entre los múltiplas castaños. Sacó de su fardo, ya viejo y estropeado, un mendrugo de pan y empezó a comérselo. Entonces vio a un joven petirrojo y tras un suspiro desmigó el pan de centeno y se lo entregó al aciago animal. La niña tan bondadosa como era fue perdiendo las fuerzas de hambre y frío y, al abandonarle los sentidos, fue vencida por el sueño, un sueño del que jamás despertó. Los animales del bosque parecieron velarla con sus cánticos, y el viento fue perdiendo fuerza conforme su vida se escapaba, así hasta que cesó. Los habitantes del las aldeas cercanas al lugar donde pereció la bella muchacha, la encontraron abrazada a una pluma de petirrojo una pluma que como muchos decían, había sido su égida en su camino al mundo perfecto e inmortal donde viven los espiritus.