jueves, 9 de febrero de 2012

A las puertas del cielo

Llorando desconsolado pedí que se me devolviera algo que no estoy muy seguro de que alguna vez hubiese sido mio. Despojado de todo en lo que había creído y anonadado tras lo sucedido, me arrastré hasta una casa a la que ya ni siquiera podía llamarla mi hogar. Preparándome para recibir un nuevo bofetón, porque estaba convencido de que lo habría, me deslice hasta la cama con un único pensamiento, sólo nací y sólo moriré. Al día siguiente, maleta en mano, me dirigí al primer sitio que se me pasó por la cabeza. Altas y esbeltas columnas de mármol, paredes decoradas con pinturas color pastel adornadas de dibujos esculpidos en la piedra y en el centro un enorme reloj que marcaba la hora, eran las puertas a mi nueva vida, mi nuevo mundo. El grandioso señor del tiempo me mostraba que volvía a nacer a las nueve de la mañana de un día caluroso de agosto. El largo monstruo de acero debía llevarme a mi nueva vida que con grandes esperanzas deseaba que fuera mejor que la anterior. Una mujer con cara pálida y cansada me ofreció lo que sería mi sustento hasta que pasaran una horas. El sudor resbalaba por mi frente acalorada y se precipitaba sin cesar por mucho que intentara inútilmente secarlo con ímpetu. Un hombre sentado a mi lado me pidió mi nombre. Por un momento mi subconsciente me jugó una mala pasada y se asió con fuerza a un pasado que me era difícil recordar. No obstante, conseguí sobreponerme y contesté que no tenía nombre. El hombre me dijo que no le tomara el pelo, se giró y no volvió a hablarme. Sin embargo, aquel señor me había planteado una incógnita, necesita un nombre nuevo. Al cabo de unos instantes respondí que me llamaba Alejandro Dumas y me aventure a decirle que, como el propietario original de ese nombre, era escritor. Él por su parte, y siguiendo el juego, me dijo que se llamaba Rafael Alberti. Conversamos animadamente durante horas hasta que el revisor anunció mi parada. La estación no era de lejos tan majestuosa como de la que había partido, pero me dije a mi mismo que tenía un encanto natural que me hacía preferirla. No estaba siquiera cubierta, de hecho no era más que un apeadero. Empero, lo que había a su al rededor era lo que sin duda marcaría mi vida de ese momento en adelante. Largas hileras de nubes, trozos de estrellas y miles de plumas blancas me daban la bienvenida a mi nueva vida, una más allá de la muerte.

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