sábado, 1 de octubre de 2011

Un hombre medroso y un error garrafal

Llovía, estaba aterida y desnuda. Un patio era su jaula y un silencio aterrador llenaba todo el espacio que era capaz de observar. Lloraba lánguida en su ostracismo. No obstante, no estaba sola. Una sombra la acompañaba a todas partes. Una sombra de ojos azules, los ojos que la habían hecho llorar y que vio cuando todo empezó. Toda su vida había sido un ciclo de constante dolor desde que lo conoció. Al principio, él disculpaba sus acciones mediante subterfugios, sin embargo, con el tiempo sus excusas fueron disminuyendo y por el contrario el detrimento de ella fue en aumento. Empero, ella intentaba superarlo diciéndose a si misma que él la quería y que cada vez que él profería una batahola al final de su dolor, estaba dirigida a ella por su fuerza y valentía al superar esa dura prueba de la vida. Su dádiva había sido siempre la de complacer a los hombres con su beldad y sus paroxismos, pero él nunca estaba satisfecho y siempre deseaba más, mucho más de lo que ella podía soportar. Ella era aciaga, siempre, por la mañana al levantarse, al ir al trabajo, al recibirlo todos los días borracho y con ganas de yacer con ella y gozar de sus lamentos. En ese momento ella se acordaba de todo lo que había sufrido a manos de ese ser, más bestia que hombre, y se prometió abandonarlo, con una acuciante necesidad, en cuanto surgiera la ocasión, abandonarlo para ir todo lo lejos que pudiera. Así podría vivir en un mundo idílico lejos de borrachos y puteros. No obstante, su utopía se desmoronó con gran celeridad al darse cuenta de que jamás lo abandonaría, que por mucho que ella quisiera obviarlo lo amaba y lo soportaría aunque eso la llevara a la misma muerte.

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